Siete mil trescientos días

Siete mil trescientos días…

Sigo pensando en ti, mas no como antes. Es más sencillo ahora: de vez en cuando intercambio palabras contigo, y eso basta para no preguntarme qué estás haciendo y con quién.

Tu lejanía me causaba ansiedad, pero tenerte cerca de forma intermitente me regala cierta indiferencia. Puedo pasar semanas sin saber de ti y no me preocupa: en cualquier momento aparecerás de manera virtual y entonces me presumirás lo aburrida que es tu vida, y yo te hablaré de lo maravillosa que de pronto se ha vuelto la mía.

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Con la ventaja de que no tienes webcam, con la ventaja de que ahora somos dos viejos ex adolescentes que cuentan las canas y las arrugas de los demás. Llegué a la conclusión de que hoy debo agradecerte por nunca pedirme que te siguiera en tus tormentas diarias, porque me habría ahogado contigo y no disfrutaría mis pequeñas sonrisas.

Hoy debo agradecerte porque ya no me dices cómo debo ser yo, ya no me haces soñar con nosotros, no logras revivirme sentimientos que por siglos permanecieron latentes ni me haces sentir ganas de correr tras de ti sólo para decirte que sigues siendo el mismo imbécil adorable.
Ahora que la distancia es real y que se evita entre comillas con el clic de una computadora, me siento afortunada de haberte conocido tantos años antes, cuando marcaba un teléfono unido a un estorboso cable y esperaba a que tu odiosa madre no saliera con su clásico \”no está\”.
Ahora que la distancia se convirtió en siete mil trescientos días, debo agradecer que sigas siendo el único que me entretiene con cualquier tontería, el único al que confundo y que me hace reír cuando le saco un \”ash\”. Me alegra tanto que sigas estando a pesar de todo, que sigas siendo al que le escribo estupideces cuando no me nace decirle nada a otras personas.
Es una lástima que no seas tú, pero créeme: mientras más lejos estemos, mejor.

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